viernes, 10 de noviembre de 2017

De las enfermedades que nos vienen por nuestros pecados, en la que resplandece la divina justicia con su misericordia. – Por el Padre Luis de Lapuente.




Aunque es verdad que algunas enfermedades son enviadas por algunos fines de la gloria de Dios, como después veremos, a ti te conviene considerar que las tuyas son castigo de tus pecados, o de los que conoces, porque sabes bien que has ofendido a Dios, o de los ocultos que no conoces, pero conócelos el juez, que justamente te castiga por ellos. Los muy santos, dice San Dionisio, padecen estas cosas por la gloria de Dios solamente, porque han sido inocentes y están libres de culpas graves; pero yo, miserable pecador, padezco las enfermedades por mis pecados, y confieso que merezco estos castigos, y en mí se cumple lo que dijo David: Por su maldad castigaste al hombre, e hiciste que su vida se secase como una araña. Vuelve, pues, los ojos a lo que padece tu cuerpo flaco y desvirtuado, y por ello sacarás lo que eres en el alma. Y ¿qué ha sido tu alma, sino una araña ponzoñosa, cuya ocupación era desentrañarse, tejiendo telas de vanidad que se lleva el viento, y urdiendo telas de codicia para cazar a los prójimos con engaño, y sustentarte de la sangre inocente, o quitándoles la hacienda o la fama y honra? ¿Qué araña hay tan seca como tu espíritu? El cual, habiendo de ser como abeja que coge miel de las flores, es como araña sin jugo, ni devoción o ternura, y seca como una arista. Luego justo es que Dios castigue a tal alma, poniendo su cuerpo también enfermo, flaco y seco como araña. Pues ¿de qué te turbas, miserable, si te dan lo que mereces y te ponen el cuerpo como tú has puesto el alma? Por esto añade David: Verdaderamente en vano se turba el hombre cuando está enfermo y atribulado, pues él ha dado la causa para ello. Por tanto, Señor, yo me vuelvo a ti, y te suplico que oigas mi oración y atiendas mis lágrimas y pongas fin a mis miserias.


   De aquí has de subir más alto a considerar el orden justísimo de la divina justicia, que resplandece en castigar tus culpas con las enfermedades y amarguras que padeces, diciendo con David: Justo eres, Señor, y justo tu juicio. Y con el profeta Miqueas: Yo llevaré sobre mí la ira y castigo de Dios, porque pequé contra él. Justo es que quien usó mal de la salud, la pierda con la enfermedad, y qne pague con dolores lo que se desenfrenó en los deleites. La divina justicia me ha puesto en esta cruz; no tengo que decir sino lo que el buen ladrón: Recibo lo que merecen mis obras, y el justo castigo de que soy digno por ellas; y pues la divina justicia es tan buena y tan santa como su divina misericordia, porque en Dios ambas son una cosa, justo es que yo adore, venere y ame su justicia, y me goce de que la tenga, pues sin ella no fuera Dios. Y pues ella ha de hacer su oficio en los pecadores, gózome de que la haga en mí en esta vida, para que, pagando en ella, quede libre en la otra. Mas en esta consideración no has de mirar a la justicia divina por si sola; porque de esta manera no es mucho que te atemorice y espante con sus terribles y espantosos juicios, antes bien has de decirle con David: Señor, no me castigues con tu furor, ni me arguyas con tu ira, si va desnuda de tu misericordia. Has, pues, de mirar a la justicia, como está en Dios, hermanada con la sabiduría, caridad, misericordia, clemencia, paciencia, longanimidad y otras divinas perfecciones, con cuya compañía se hace amable y deseable, porque ellas templan el rigor, y hacen que las obras de la justicia vayan con su número, peso y medida, compadeciéndose de nuestra miseria. De aquí es que cuando te vieres apretado de las enfermedades y dolores, no puedes ni debes quejarte, si no es de ti mismo y de tus pecados, ni has de abrir la boca sino para acusarte de ellos. Para lo demás has de estar como mudo, diciendo con el Profeta rey: Enmudecí, porque tú, Señor, lo hiciste; aparta de mí tus plagas. No enmudezco por lo que yo hice, que es la culpa, antes bien la confieso; sino que enmudezco por lo que tú haces, que es la pena, aceptándola por ser obra de tu justa justicia; pero con todo eso te suplico que apartes de mí tus plagas. Tuyas son, Señor, y mías: tuyas, porque tú las envías, y mías, porque descargas sobre mis espaldas; tuyas, porque nacen de tu justicia, y mías, porque yo te provoqué con mis culpas. Perdóname lo que yo hice, y quita de mí lo que tú haces, si así conviene para servirte con más alivio.

   Pero más te consolarás si entras a considerar lo mucho que hace su divina misericordia en este castigo, juntándose con su hermana la justicia, haciéndola que quite mucho del número, peso y medida de los castigos que merecían tus pecados, castigándote mucho menos de lo que merecías por ellos. De modo, que en tus enfermedades no digas solamente como el buen ladrón: recibo la pena de que soy digno; sino antes bien digas lo que está escrito en Job: Pequé y verdaderamente falté, y no he recibido todo lo que merecía; porque era digno de mucho mayor castigo. ¡Oh, sí ponderases bien lo que merece un pecado mortal, por ser injuria de la majestad infinita y ofensa del Criador y Salvador del mundo, bienhechor infinito, a cuyo servicio estabas obligado por los innumerables beneficios que te ha hecho, y por millones de títulos que te obligan a ello, los cuales atropellaste el día que pecaste! Por lo cual, si se juntasen en ti el número, peso y medida de todas las enfermedades y dolores que se han padecido y padecerán desde que pecó Adán hasta el fin del mundo, aún no recibirías todo el castigo que merece tu pecado. Pues ¿de qué te quejas con lo poco que padeces, que es casi nada comparado con lo que merecías? No mires a lo que Dios te castiga, sino a lo mucho que te perdona; y alegrarte has más de ver lo que te perdona, que te entristecerá lo que te castiga; y ocúpate más en dar gracias a Dios por los males largos y grandes de que te libra, que en quejarte de los pequeños y cortos con que te aflige. Acéptalos de buena gana en agradecimiento de la merced que te hace, rindiéndote a padecer lo que tienes todo el tiempo que él quisiere, hasta que quede bien pagado tu pecado. Acuérdate de lo que sucedió a María, hermana de Moisés, la cual fue castigada de Dios con una lepra mortal, porque murmuró de su hermano; y aunque la oración del hermano la libró de la muerte, pero no pudo librarla de la pena, porque le dijo Dios: su padre le escupiera en el rostro, ¿no estuviera siquiera siete días avergonzada? Pues estese siete días fuera de los reales, padeciendo la enfermedad y vergüenza que mereció su culpa. Y así se hizo, sin que ninguna intercesión valiese para cortar el número señalado; para que se entienda que la enfermedad que da Dios por pecados, es como saliva que arroja en el rostro del enfermo, no para destruirle, porque es saliva de padre, que escupe porque ama, sino para confundirle y humillarle, corregirle y sanarle; pero esto no se ha da hacer en un momento, ni en un día, sino en siete: significando con este número todo el que es necesario para satisfacer por su pecado. Pues si esto es así, yo gusto, Dios mío, de la enfermedad, por ser saliva que sale de tu boca para sanarme con ella. Escúpeme cuanto quisieres, con tal que para siempre me perdones.



“LA PERFECCIÓN EN LAS ENFERMEDADES”

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