martes, 7 de marzo de 2017

MENDIGO DE AMOR (CUENTO)




ACLARACIÓN: Este es un cuento que lo escribí hace mucho tiempo, les autorizo a que se rían si quieren pues soy un desastre escribiendo.  Pero bueno en aquella época era más caradura, y el padrecito de mi parroquia me pidió unas línea para la revista que el editaba. Bueno acá mi humilde cuento espero les guste.

   Era un Domingo después de Misa. Salía, de la mano de mi esposa y mis hijos, con el corazón inflamado de haber recibido a Cristo en la Eucaristía. En la puerta del templo una voz me decía: “¡Señor, señor! Volteé para ver quién era, y vi a una mujer con un bebé en brazos y la mano extendida hacia mí. Ella repetía estas palabras: "¡Señor, señor! ...una moneda por el amor de Dios”.

   En ese instante estos pensamientos me asaltaron: “¿No tiene vergüenza esta mujer pidiendo limosna? ¿Por qué no va a trabajar?”. Después de emitir mi juicio, pasé a hacer efectiva mi sentencia. La miré con profunda indignación y la dejé con las manos vacías y en el aire. La pobre mujer agachó la cabeza, se acurrucó aún más contra los pilares de la escalera y abrazó más fuerte a su hijo, como si fuera el único bien que poseía en todo este mundo.

   A medida que caminábamos con mi familia algo empezó a oprimir mi corazón. Una sensación de haber hecho algo muy malo se apoderó de mí. La euforia de hace un momento se iba apagando y la imagen de aquella mujer me dejaron sin paz. Nunca vi ojos tan tristes, nunca oí una voz tan implorante, ni ruego tan humilde. Mis pasos se detenían poco a poco y ensimismado, como atrapado por mi conciencia, ya no lo pude soportar. Con las lágrimas contenidas y un desprecio total por mi obrar tan egoísta, unas débiles palabras salieron de mi boca ahogada por el remordimiento: “¡Señor, perdóname porque no sé lo que hago!”.

   Dejé a mi familia, corrí hacia la Iglesia con el deseo de encontrar a la mendiga. Al verme sonrió dulcemente, no me condenaba por mi acción de hace un momento. Su rostro denotaba tristeza y sus ropas una gran pobreza. Podía experimentar su soledad y noté que sufría...sufría en el más profundo silencio. Como Jesús en Getsemaní, sin consuelo, con todo el peso del dolor sobre sus espaldas.

   Saqué un billete y se lo puse en sus manos, las cuales besé devotamente. Nunca unas manos me parecieron tan tibias y agradecidas, luego besé la frente del niño que aún dormía. Al ver el dinero y mi gesto cristiano y amoroso, el rostro de la mujer se iluminó de alegría. Era el más hermoso, el más tierno, el más misericordioso; ese rostro yo bien lo conocía, era el de Jesús.

   Así puede comprender que no era tan sólo una pobre mujer en la escalera de la una Iglesia, sino el Hijo de Dios, que desde el suelo me decía: “¡Señor, señor!”. Y pensé: ¡Cuánto te humillas, mi buen Jesús, para llamar mi atención hacia Tí! Y recibes a cambio sólo el hielo de mi indiferencia. No eran unas pocas monedas lo que mendigabas sino mi amor, que tan ingratamente te lo niego, dejándote más sediento por mi amor que cuando colgabas de la Cruz. No eran unas manos extendidas que imploraban caridad sino tu corazón que ardía de deseo por unirse al mío en llamas de inextinguible amor.

   En ese momento las más dulces palabras salieron de la boca de aquella mujer: “¡Gracias! Gracias, señor; que Dios lo bendiga”. ¿No era acaso tu voz de Evangelio, querido Jesús, que curaba mis heridas con bálsamo de amor? Y mientras caminaba, tú, Señor, me hablabas al corazón  y me hacías comprender lo pobre de nuestro amor, lo frío de nuestras almas, lo duro de nuestros sentimientos.

   Estamos ciegos, Señor; y como en tu primera venida no te sabemos reconocer: en los que sufren la pobreza, la tristeza, la soledad y la desesperanzaba, no te vemos en los niños hambrientos y sin abrigo, en los ancianos solos y tristes, en los presos y en los enfermos, en un trabajador desocupado y sin esperanza, incluso en los pecadores y débiles, en un desconocido, en un pariente o en un amigo…

   Pero también comprendí que somos llamados a ser luz para nuestros hermanos, sal de la tierra, servidores del amor, remedio para todo dolor. Porque tú me llamas, Señor, en cada hermano a entregarte todo mi amor.

   Cuando llegué donde mi familia esperaba, abracé a cada uno entre lágrimas de ternura. Las personas, despreocupadas, iban y venían por la vereda. Al volver la vista atrás, pude ver una vez más a aquella mujer. O mejor dicho, a Jesús implorando por las calles, mendigando un Amor... nuestro amor. Cerré mis ojos y en mi alma pronuncié ésta oración:

   ¡¡¡Por nuestras faltas de amor, perdónanos, Señor!!!


Revista parroquial “VEN Y VERAS” año 2002


Por NICKY PÍO.


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