sábado, 10 de diciembre de 2016

LA FE, SUS PRUEBAS, SUS GRADOS



   Los amigos de Dios deben vivir en unión íntima con El; Dios se la pide y ellos la desean. Pues bien; esta unión se efectúa mediante las tres virtudes que ordenan el alma a Dios, y por esta razón se llaman virtudes teologales o divinas; la fe, la esperanza y el amor.

   Las virtudes teologales son muy poco apreciadas, porque, por desgracia, se comprende menos lo que el hombre debe a Dios que sus deberes con el prójimo. Cuantos infelices dicen: “ni mato ni robo, luego de nada me remuerde la conciencia”; y no tienen ni fe, ni esperanza, ni amor de Dios. Cuantos otros, aún entre personas piadosas, estiman más la bondad, la blandura e igualdad de carácter, cualidades muchas veces en gran parte naturales, que la pureza, la vivacidad, lo muy cabal de la fe, más que el fervor y la generosidad del amor. Y con todo eso, cuanto Dios está más elevado que el hombre, tanto las virtudes teologales son más elevadas que todos los deberes para con el hombre. Y si éstos son también santos y sagrados, ¿no es ciertamente porque se derivan de los que tenemos para con Dios, y sólo según proceden de las virtudes teologales?

   La fe es la primera que aparece en el alma, como el cimiento del orden sobrenatural, y tanto, que todo este edificio depende de ella; no puede extenderse él más que su fundamento; luego las demás virtudes no pueden ser grandes si la fe es pequeña.

   Tengamos pues una fe grande. Los espíritus superficiales son inducidos a pensar que todos, los buenos cristianos tienen igual fe; creerlo sería un gran error. Aun entre los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, la fe varía en pureza, claridad, intensidad, y por tanto en eficacia, e influencia en el ordenamiento de la vida, y esto en proporciones insospechadas por la mayoría.

   Los medios de acrecentar la fe es el soportar bien las pruebas ordenadas por la providencia, ejercitarla y vivirla mucho.

   La fe es ante todo un homenaje a la veracidad divina. Dios merece ser creído, tiene derecho a exigir una fe absoluta en su palabra; y por tener El ese derecho, y nosotros la obligación de creerlo, le place probar nuestra fe. La prueba, la cual es la gran ley dé la vida, ofrece a la criatura ocasión de mostear su fidelidad, y como ejercita la virtud probada, resulta más meritoria y perfecta, y sobre todo más glorioso el obsequio hecho a Dios, y más digno de él.

   San Pablo en la carta a los hebreos celebra con términos entusiastas la fe de los grandes hombres del antiguo testamento, manifiesta que fué el principio de sus virtudes y de todas las hazañas que realizaron Todos merecieron creyendo, precisamente porque fué muy probada su fe. Noé creyó en la palabra de Dios que le anunciaba un diluvio mucho antes de que por ningún indicio se pudiera prever, y fabricó el arca a pesar de los chistes e ironías de aquellos hombres. Abrahán creyó a Dios, que le mandó salir de su tierra sin darle explicación ninguna, y que le prometió un hijo cuando ni él ni Sara podían esperarlo; y sobre todo probó heroicamente su fe cuando le pidió que él mismo sacrificara a su hijo único. Del mismo modo los patriarcas, los profetas, los mártires y todos los héroes de la antigua alianza fueron sometidos a durísimas pruebas, y por la fe salieron victoriosos de ellas, mientras que otros probados igualmente con ellos no fueron fieles.

   Cuando Jesús predicó el Evangelio dió de su misión divina pruebas sobreabundantes ya por la sublimidad de su doctrina, ya por la santidad de su vida, ya por lo asombroso de sus milagros. Muchos creyeron en él, pero quise probar su fe, y en la sinagoga de Cafarnaúm a los mismos judíos que en la víspera había alimentado milagrosamente multiplicando los cinco panes de cebada y los dos peces, les propuso el misterio de la Eucaristía; y lo presentó en términos obscuros, difíciles de admitir sin querer darles ninguna explicación. Exigía pues de ellos una confianza ciega y una fe completa. Por desgracia un gran número, y entre ellos Judas, sucumbieron a esta prueba. Los que por lo contrario fueron fieles acrecentaron y arraigaron su fe. Su muerte deshonrosa en un madero fué otra prueba para sus discípulos. Y esta prueba de la fe persistió aún después de resucitado: los apóstoles predicaron que El, el condenado a muerte y crucificado en el Calvario era el Mesías, el Hijo de Dios que con su muerte había rescatado al mundo; esta predicación según lo atestigua San Pablo pareció una locura a los gentiles y un escándalo a los judíos; pero estaba apoyada por milagros. Había pues en ella como siempre fundamentos para la fe y dificultades para creer; como siempre estaba allí la prueba y también esta vez la prueba halló a los unos fieles y a los otros rebeldes.

   Ahora como entonces para los buenos, como con los indiferentes, aun entre los que poseen una fe sólida, esta virtud tiene sus pruebas que bien soportadas la vuelven más firme todavía y sobre todo más ilustrada, pero que mal aceptadas le impiden desenvolverse y aún la obscurecen.

   El obstáculo de la fe perfecta puede provenir de la inteligencia muy pegada a su propio juicio y a sus pequeñas luces, la cuales inducida a no admitir en todos los hechos de la vida sino explicaciones puramente naturales, no concediendo a la acción de Dios más que una parte lo más mínima posible.

   Las más veces la oposición proviene de la voluntad a la cual repugna admitir la pura doctrina del Evangelio sobre la necesidad del desasimiento, sobre la práctica perfecta de todas las virtudes. Es tan dura en ocasiones esta ley del renunciamiento; como no quiere conceder lo que le exige, ni declararse cobarde e infiel, es instigada a buscar pretextos para seguir sus inclinaciones y esquivar el sacrificio, y las razones que se le ofrecen son contrarias a las puras lecciones de la fe.

   Se adelanta pues en la verdad según que se progresa en el bien. Así existe un vínculo estrecho entre lo verdadero, lo bello y lo bueno, como entre lo falso, lo feo, lo malo; uno está en la verdad cuando practica lo bueno y practicándolo la comprende mejor; estamos en lo falso al obrar lo malo y el engaño llega hasta la insensatez, y cuanto más se hace lo malo tanto crece la obcecación.

   Además Dios retira sus luces de los que abusan de ella; es un acto de justicia; es también un acto de misericordia porque las luces de las cuales abusarían no habrían de servir sino para hacerlos más culpables. Sí, harían abuso de ellas, porque su voluntad permaneciendo rebelde continuaría desechando la luz. ¿No vemos en tiempo de Jesús a los judíos incrédulos mostrarse más endurecidos después de los milagros? “¿El que abrió los ojos del ciego de nacimiento decían en Betania no podía impedir la muerte de su amigo?” Desgraciados, tomaban ocasión de un milagro estupendo para murmurar. Cuando Jesús resucitó a Lázaro creció su furor y decidieran apresurar su muerte. El mismo milagro que había confirmado y acrecentado la fe de sus discípulos hizo más culpable la incredulidad de los enemigos de Jesús y más completa su ofuscación.

   Vemos constantemente en el Evangelio esta diferencia de actitudes de los hombres con relación al Salvador. Los de Nazaret conocían a Jesús y sabían los milagros que había obrado: ellos se mostraron incrédulos. Los Samaritanos entre los cuales no parece haber obrado milagros, con todo eso creyeron muy pronto en El, los unos oyendo a la pecadora del pozo de Jacob: Me ha manifestado todo cuanto hice; pero la mayor parte por la predicación de Jesús. La fe del oficial de Cafarnaúm fué débil e imperfecta, la de la Cananea humilde y ardiente.

   Cuando Jesús dijo a su Padre: “Glorifica tu nombre” y el Padre Eterno respondió: “Lo he glorificado ya y lo glorificaré más”, algunos judíos que estaban presentes no oyeron más que un rumor vago y dijeron: “Es un trueno lo que hemos oído”; éstos eran sin duda los menos dispuestos. Otros en cambio reconocieron una voz sin distinguir las palabras y se dijeron: un ángel le ha hablado. Pero los Apóstoles indudablemente por estar mejor dispuestos, entendieron con claridad. Así la palabra de Dios, y su doctrina es más o menos comprendida según el estado de alma de los que la oyen, y la fe varía no tanto según las pruebas exteriores que se dan de las verdades sobrenaturales, como por las disposiciones interiores de aquellos a quienes se presentan estas pruebas. Si alguno quiere hacer la voluntad de Dios, decía Jesús, éste comprenderá que la doctrina que enseño viene de Dios (S. J., VII, 17).


“EL IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”


Por Augusto Saudreau.

Canónigo Honorario de Angers.


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