jueves, 13 de octubre de 2016

No se debe dilatar la penitencia para la hora de la muerte (con dos ejemplos). Por nada del mundo se pierdan esta lectura y sus ejemplos. Se los ruego…




   Cosa arriesgada es y que difícilmente dejará de pagarse en el otro mundo, el aplazar la penitencia para lo último de la vida. Cierto e indubitable es aquello del Maestro de las Sentencias: “Que el tiempo de la penitencia dura hasta el último instante de la vida.” Ciertamente; en cualquier tiempo que el pecador se volviere a Dios, le hallará con los brazos abiertos, dispuesto siempre a recibirlo en el paterno hogar. Por eso dice el Señor: “Si el impío hiciere penitencia de todos sus pecados… de cuantas maldades hubiere cometido no me acordaré Yo” (Ezequiel XVIII, 21-22)

   Pero si esto es de fe, y por lo mismo no debe el hombre vacilar nunca tratándose de apelar al seguro de la divina clemencia, preciso es también que esta seguridad de parte de Dios no presumamos hacerla extensiva a nosotros mismos, siendo como es evidente, que ninguna cosa firme y estable se puede fundar sobre un cimiento tan movedizo y tan frágil como lo es de suyo la naturaleza humana.

   El venerable Escoto, tratando de lo sospechosa y difícil que es la penitencia que se deja para la hora de la muerte, propone sobre este punto una conclusión, la cual prueba por las cuatro razones siguientes:

   La primera dificultad es por el grande impedimento que ponen los dolores y angustias de aquella hora, lo cual es causa del entorpecimiento que experimenta el uso de la razón y del libre albedrío.

      La segunda razón que alega el Doctor Sutil es, que la penitencia para que sea verdadera ha de ser voluntaria; esto es, hecha con sinceridad y pronta voluntad, y no por necesidad o miedo de la muerte, como lo hacen muchos malos cristianos, que al verse desahuciados por los médicos, claman y dan voces a Dios haciendo grandes promesas de enmienda, y cuando se ven libres del peligro se olvidan de todo y vuelven a ser lo que antes eran.

   La tercera es por el mal hábito y costumbre de pecar que el mundano ha tenido toda su vida; pues la costumbre tiene tal fuerza, que crea como una segunda naturaleza muy difícil de vencer. Con esta pena, como dice San Gregorio, castiga Dios al pecador, permitiendo que se olvide de sí mismo en la muerte, aquel que en la vida se olvidó de Dios.

   La cuarta razón se funda en el poco valor que en el extremo de la vida tienen de ordinario las obras del hombre, por ser entonces menos señor que nunca de sus acciones. Por estas razones, concluye Escoto, el cristiano que deliberadamente guarda la penitencia para la hora de la muerte, peca mortalmente.

   Incalificable temeridad y demencia es, en efecto, el dejar la conversión para la hora de la muerte, que es precisamente cuando menos apto se encuentra el hombre para serenar su espíritu y disponer de los sentimientos de su corazón. Bien clara y terminantemente nos advierte Dios que no lo demoremos un punto; que lo que quisiéramos hacer más tarde, lo hagamos ahora. “Ahora, pues, dice el Señor, convertíos a mí de todo vuestro corazón” (Joel. II, 12) Y continúa el escritor sagrado: “¿Quién sabe si se volverá (Dios) y perdonará?” ¿Qué queréis decir, Profeta santo?… ¡Pero para qué preguntar lo que tan a la vista está! Nos advierte el varón de Dios, que si tardamos en convertirnos, si no lo hacemos ahora, mismo, no podemos de ninguna manera saber si mañana, o si a la hora de la muerte se volverá el Señor a nosotros y nos perdonará; o si por el contrario, nos volverá las espaldas, diciéndonos como a las vírgenes necias: No os conozco.  Innumerables ejemplos pudiéramos citar en comprobación de lo arriesgado que es el dejar la penitencia para el fin de la vida, y del exiguo número de los que se salvan de entre los que tal incuria (abandono) muestra por su salvación.

   Muchos hay que después de una vida disipada y licenciosa, se ven asaltados por la última enfermedad, la cual no les da lugar para pensar en su alma, siendo todavía poco todo el tiempo de que disponen para ocuparse de la salud del cuerpo. Pero en fin; los amigos de una parte, y de la otra los deudos, valiéndose de estratagemas y rodeos, persuádenlos a que se confiesen, lo cual hacen los infelices moribundos por no disgustarlos, y deseando salir presto de este para ellos congojoso paso. Y en las grandes capitales sucede en algunas casas, que llegada ya o próxima a llegar la hora de la muerte de alguno de la familia, comienzan todos en ella a andar tan revueltos y amedrentados, que no hay quien se atreva a proponer al enfermo que se disponga para hacer una buena confesión, temiendo que el hablarle de ello podrá ser causa de que se precipite el funesto resultado que tan alarmados los trae. En medio de este azoramiento y temores, que el demonio tiene buen cuidado de aprovechar, sucede tal vez que llega el sacerdote, y como si fuera el portador oficial de la muerte —él que trae en su ministerio la vida—detiénenlo en la antesala durante un tiempo precioso, llegando por esta causa demasiado tarde a la cabecera del moribundo.

   El doctor que visita al enfermo está obligado, so pena de pecado mortal, a avisarle oportunamente que piense en su alma, poniéndose bien con Dios.

   Sin perjuicio de éste, que es un precepto de derecho positivo, por haberlo ordenado así el Papa San Pío V, la misma ley natural dicta al hombre la obligación que tiene de librar a su prójimo del daño espiritual que le amenaza ; y pudiendo el médico, que mejor que la familia conoce el peligro, evitar tan fácilmente el daño eterno que le puede acarrear al enfermo el morir sin confesión, se sigue de aquí que los médicos están estrechísimamente obligados en conciencia a prevenir a aquel que se halla en peligro de muerte, para que se disponga como cumple a un buen cristiano.

   Otro caso se da también —aunque por la divina misericordia tampoco es frecuente— de familias que ruegan al confesor termine cuanto antes, alegando que el enfermo no necesita a cada instante de su asistencia, o que no conviene afligirlo, o que las emociones excitan su sistema nervioso, o bien que su cabeza no está para hilvanar un pensamiento.

   Dígannos por caridad; con semejantes premuras (apuros) y ahogos tales, ¿podrán ser buenas las confesiones?

   Mas a esto quizás nos replique algún crítico mordaz: — Padre, ¿y por qué no han de ser buenas?

   Perdonad: carente estáis de doctrinas morales, o debéis de ser escrupuloso y rigorista como alguno de los trasnochados preceptistas de antaño. Si dudáis de la bondad del dolor, no debéis olvidar que para los que reciben el Sacramento de la Penitencia, bástales la atrición; pues como dicen los teólogos. ¡Que basta la atrición! ¿Pero por ventura este dolor, imperfecto y todo como es, no supone nada? ¿Nace acaso por sí mismo, sin esfuerzo alguno de parte del hombre? Dice el Concilio de Trento: “Por cuanto la atrición procede por lo común, o de la consideración de la fealdad del pecado, o del miedo del infierno y de las penas; como excluya la voluntad de pecar con esperanza de alcanzar el perdón, es don de Dios e impulso del Espíritu Santo, y dispone al pecador para que alcance la gracia de Dios en el Sacramento de la Penitencia” (Sesión XIV, c. IV.)

   Y bien; ese odio al pecado, esa voluntad de no volver a cometerlo con la esperanza de alcanzar el perdón, ¿se producen fácilmente en el corazón de un moribundo, hasta entonces dado todo a las cosas de la tierra? Dice San Agustín en el sermón de los Inocentes: “Uno de los castigos que Dios envía al pecador es, que cuando muere se olvide de sí mismo, a cambio del que en vida se olvidó de Dios.” ¿Quién habrá que oyendo esto de un tan gran Doctor no se estremezca?

   Pero por más terrible y espantoso que sea, parece en realidad muy congruente y puesto en razón, que aquel que pasó su vida como un irracional, olvidado de su último fin, en la hora de su muerte se acuerde de todo menos de aquello que únicamente le debiera importar. Por eso el Salmista, que desde su conversión a Dios no había cesado de llorar sus culpas, al verse enfermo y temeroso de que se aproximase la hora de su muerte, en cuyo trance no confiaba poder hacer actos de virtud, exclamaba con más esfuerzo que nunca: “Apiádate de mí, Señor, porque estoy enfermo.” Y seguía diciendo: “Sálvame por tu misericordia.” Y descubriendo todo su pensamiento, muestra la razón de serle más necesaria, si cabe, y más urgente que nunca la asistencia divina, diciendo: “Porque en la muerte no hay quien se acuerde de ti.” (Salmo. VI, 3, 5, 6)  ¡Oh muerte, y qué olvido tan funesto es el tuyo!

PRIMER EJEMPLO


   He aquí un ejemplo en corroboración de nuestra tesis, sobre la dificultad del pecador en convertirse a Dios en el artículo de la muerte.

    En el libro V, capítulo VIII de las Revelaciones de Santa Gertrudis, se lee: “Que habiéndosele aparecido una monja fallecida poco antes, se le representó primorosamente vestida, teniendo a su lado al Salvador con un semblante amorosísimo. El alma, sin embargo, parecía estar triste. Maravillada de esto Santa Gertrudis, dijo al Señor:

   —Pues Tú, Dios de todo consuelo, estás regalando a esta alma con tanto cariño; ¿cómo ella da a entender en la tristeza de su rostro, que en su interior tiene alguna pena que la molesta y aflige?

   A lo cual respondió el Esposo de las Vírgenes:

   —Con esta presencia con que ahora la favorezco, solamente le comunico las delicias de mi Santísima Humanidad, las cuales no son bastantes para que esté perfectamente consolada y gozosa; y aun esto solamente se lo concedo, en premio y recompensa de la devoción y amoroso afecto que tuvo a mi Pasión en los instantes últimos de su vida ; pero tan luego como esté purgada de los descuidos y defectos de la vida pasada, añadiré a estos favores el de ponerla en la presencia de mí felicísima y alegrísima Divinidad, con que estará del todo consolada, y tendrá su gozo cumplido.

   —Pues Señor, replicó la Santa; si enseña la Escritura que el hombre es juzgado conforme al estado en que se halla al tiempo de salir de esta vida; ¿cómo las negligencias que esta alma había cometido en ella no quedaron satisfechas por la fervorosa devoción que mostró tener al tiempo de morir?

   Respondió el Señor:

   —Cuando el hombre está para espirar, falto de fuerzas, sin espíritu y sin aliento, en alguna manera se puede decir que ya se acabó su vida, porque le falta el ánimo y vigor para obrar cosa alguna; solamente puede tener buenos deseos. Y aquel a quien Yo, por mi liberal y graciosa piedad le doy entonces esta buena voluntad y fervorosos deseos, mérito tiene en ellos, pero ni esta voluntad es siempre tan fructuosa, ni estos deseos tan eficaces y activos, que sean bastantes para purgar y purificar al alma de todas sus culpas y negligencias pasadas, como lo serían si estando el hombre sano y con fuerzas, se aplicase con todas veras a enmendar su vida y a satisfacer por sus culpas.

   Hay en esta enseñanza mucha doctrina y grandes lecciones que aprender. Según ella, el moribundo apenas tiene aptitud para ejercitar acto alguno meritorio, y sólo le queda la buena voluntad y los deseos fervorosos y devotos, si Dios graciosamente se los da. Más aunque en efecto le dé Dios esta voluntad y deseos, como esto de ley ordinaria no es suficiente para purificar del todo al alma, quédale a ésta alguna reliquia del pecado, la cual deberá expiar en el Purgatorio. Luego el que confía en poder hacer algo de bueno en la hora de su muerte, muy probable es que se engañe.

   Alma y cuerpo quedan en aquella terrible hora del todo desfallecidos; en medio de tales aprietos, ¿cómo podrá el hombre disponerse para recibir fructuosamente el Sacramento de la Penitencia, para ganar una indulgencia plenaria, o excitarse a la contrición de sus culpas? Luego para asegurar la penitencia, es indispensable hacerla en vida. Alma mía, oye bien lo que la conciencia te dicta, y te persuade la razón: si quieres entrar en el cielo, sábete que la penitencia es la llave; pero créeme, apresúrate a abrir la puerta, no te detengas; hoy puedes muy bien hacerla, mañana no se sabe si podrás.

SEGUNDO EJEMPLO

   La memoria del Juicio Final inquieta y turba a todos los cristianos y les estimula a bien obrar.

   En las crónicas de la Orden de Predicadores se refiere que enfermó de muerte un Religioso de pocos años, pero muy virtuoso; y estando para morir cerró los ojos con sus manos, y con señales de regocijo comenzó a reírse. Extrañados los Religiosos que allí estaban, le preguntaron la causa; a que respondió diciendo: Porque me ha venido a visitar San Raimundo, mártir y rey de esta Provincia, y toda la celda está llena de Ángeles. Y luego dio muestras de gran contento, diciendo: Nuestra Señora la Virgen María ha venido: saludémosla todos. Lo hicieron cantando una Salve.

   ¡Oh, y con cuánta alegría, dijo, ha oído la Soberana Virgen esta salutación!

   Abrió después los ojos, y miró a la puerta, diciendo: Ahora viene Cristo Nuestro Señor a juzgarme. Luego se mudó su rostro en pálido, triste y melancólico, entró en una agonía mortal, comenzó a temblarle todo el cuerpo y cubriéronse sus miembros de un sudor frío, que mostraba la congoja en que se hallaba el alma; tal fué y tan copioso, que apenas eran suficientes los que se hallaban a la vista para enjugarle. Oían que unas veces decía: Eso es verdad. Otras: Eso no es asi. Suplicaba a la Virgen Santísima le favoreciera; últimamente dijo a Cristo Nuestro Señor: ¡Oh buen Jesús! ¡Perdonadme eso poco que me acusan!

   Díjole uno de los Religiosos:

   — ¿Qué decís, hermano muy amado? ¿De pecados o defectos tan leves se te pide tan estrecha cuenta?

   —Sí, respondió dando un lastimoso gemido.

   —Pero no desconfíes, le dijo el Religioso mismo; que es sumamente benigno nuestro amable Redentor.

   Y luego, volviendo al enfermo la alegría misma, dijo:

   —Así es verdad, que es misericordiosísimo, y he salido de su piadoso tribunal con sentencia favorable; y luego espiró.

R. P. Fray José Coll



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