lunes, 24 de octubre de 2016

La impenitencia final y la conversión in extremis (lectura imprescindible) (parte I)



   Puesto que toda nuestra vida futura y eterna depende del estado en que se encuentre nuestra alma en el momento de morir, es necesario que hablemos ahora de la impenitencia final, que se opone a la buena muerte, y, por contraste, de las conversiones in extremis.

   La impenitencia, en el pecador, es la ausencia o privación de la penitencia, que debería borrar en él las consecuencias morales del pecado o de la rebelión contra Dios. Estas consecuencias del pecado son la ofensa hecha a Dios, la corrupción del alma rebelde, los justos castigos que ella ha merecido.

   La destrucción de semejantes consecuencias se lleva a cabo mediante la satisfacción reparadora, esto es, mediante el dolor de haber ofendido a Dios y mediante una compensación expiatoria. Como explica Santo Tomás (III, q. 4, a. 5y 87), estos actos de la virtud de penitencia son, para los pecadores, de necesidad de salvación; lo exigen la justicia y la caridad para con Dios y hasta la caridad para con nosotros mismos.

   La impenitencia es la ausencia de contrición y de satisfacción; puede ser temporal, esto es, tener lugar en la vida presente, o final, es decir, en el momento de la muerte. Es necesario leer el sermón de Bossuet sobre el endurecimiento, que es la pena de los pecados precedentes. (Adviento de San Germán y Defensa de la Tradición, L. XI, C. IV, V, VII, VIII.)

¿Qué es lo que conduce a la impenitencia final?

   La impenitencia temporal. Esta se presenta bajo dos formas muy distintas: la impenitencia de hecho es simplemente la falta de arrepentimiento; la impenitencia de voluntad es la resolución positiva de no arrepentirse de los pecados cometidos. En este último caso se trata del pecado especial de impenitencia, que en su máxima expresión es un pecado de malicia, el que se comete, por ejemplo, al disponer que se le hagan funerales civiles.

   Ciertamente es grande la diferencia entre las dos formas; sin embargo, si el alma es sorprendida por la muerte en el simple estado de impenitencia de hecho, la suya es también una impenitencia final, aunque no haya sido preparada directamente con un pecado de endurecimiento.

   La impenitencia temporal de voluntad conduce directamente a la impenitencia final, aunque algunas veces Dios, por su misericordia, preserve de llegar a ella. En este camino de perdición se puede llegar a querer deliberada y fríamente perseverar en el pecado, a rechazar la penitencia que nos habría de librar.

   Es entonces, como dicen San Agustín y Santo Tomás (II, II, q. 14), no sólo un pecado de malicia, sino contra el Espíritu Santo, es decir, un pecado que va directamente contra cuanto podría ayudar al pecador a levantarse de su miseria.

   El pecador debe, pues, hacer penitencia en el tiempo ordenado, por ejemplo, en el tiempo pascual; de otro modo, se precipita en la impenitencia final y en la de voluntad, al menos por omisión deliberada. Y es tanto más necesario volver a Dios cuanto que no se puede, como dice Santo Tomás, permanecer largo tiempo en el pecado mortal sin cometer otros nuevos que aceleran la caída (I, II, q. 109, a. 8).

   Así, pues, no es preciso, para arrepentirse, esperar a más adelante. La Sagrada Escritura nos incita a que lo hagamos sin demora: “No esperes hasta la muerte para pagar tus deudas” (Eccl., XVIII, 21). San Juan Bautista, con su predicación, no cesaba de mostrar la necesidad urgente del arrepentimiento (Luc. III, 3). Lo mismo que Jesús al principio de su ministerio: “Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mar., I, 15). Más tarde, dijo aún: “Si no hacéis penitencia, todos pereceréis” (Luc., XIII, 5). San Pablo escribía a los romanos (II, 5): “Por tu endurecimiento y la impenitencia de tu corazón, estás acumulando la cólera divina para la manifestación del juicio justo de Dios, que dará a cada uno según sus obras.” En el Apocalipsis (II, 16), se dice al Ángel (el Obispo) de la Iglesia de Pérgamo: “Arrepiéntete; de no ser así, te visitaré no tardando.” Es la visita de la Justicia divina la que de este modo se anuncia, si no se tiene debidamente cuenta de la visita de la misericordia.


   Los grados de la impenitencia temporal voluntaria son numerosos: Tomando como punto de partida los menos graves, que son a pesar de eso, muy peligrosos, a) Están los endurecidos por ignorancia culpable, fijos en el pecado mortal y en la ceguera, que les hace constantemente preferibles los bienes de un día a los de la eternidad; ésos beben la iniquidad como agua con una conciencia adormecida y soñolienta, ya que han descuidado siempre gravemente instruirse acerca de sus deberes sobre cuánto es necesario para su salvación. Son numerosísimos. b) Vienen después los endurecidos por vileza., que, más iluminados que los precedentes y más culpables, no tienen la energía necesaria para romper los lazos que ellos mismos se han fabricado. Lazos de lujuria, de avaricia, de orgullo, de ambición, y que no ruegan para obtener la energía necesaria que les hace falta. c) Por fin, vienen los endurecidos por malicia, aquellos, por ejemplo, que, no orando, se han rebelado contra la Providencia a causa de cualquier desgracia; los disolutos, que viven sofocados por sus desórdenes, que blasfeman, siempre descontentos de todo, y que, materializados, hablan todavía de Dios, pero sólo para injuriarlo; d) finalmente, los sectarios que tienen un odio satánico a la religión católica cristiana y no cesan de escribir invectivas contra ella.

   Existe mucha diferencia entre unos y otros; pero no se puede afirmar que para llegar a la impenitencia final se deba necesariamente haber sido de los endurecidos por malicia o al menos por vileza o ignorancia voluntaria. Ni podemos tampoco firmar que todos los endurecidos por malicia serán condenados, puesto que la misericordia divina ha convertido, a veces, a grandes sectarios que parecían obstinados en la vía de la perdición. Vamos a ver unos ejemplos:

   Se lee en la vida de San Juan Bosco, que se acercó al lecho de un moribundo francmasón y feroz sectario. Este le dijo: “Sobre todo no me habléis de religión, de otro modo, guardaos: aquí tengo un revólver, cuya bala es para vos, y he aquí otro con una bala para mí.” “Muy bien—respondió imperturbable Don Bosco—entonces hablemos de otra cosa.” Y le habló de Voltaire, exponiéndole su vida. Concluyó diciendo: “Algunos afirman que Voltaire murió impenitente y que tuvo mal fin. Yo no lo diré, porque no lo sé.” “Entonces—preguntó el otro—, ¿también Voltaire hubiera podido arrepentirse?” “Pues claro.” “Y, entonces, ¿también yo podría arrepentirme?…” Parece ser que aquel hombre desesperado cerró una mala vida con una buena muerte.

   Se cita el ejemplo de un sacerdote santo, Padre espiritual en las cárceles, que no consiguiendo persuadir a un criminal condenado a muerte para que se confesase, terminó por increparle impacientado: “Bien, piérdete, puesto que quieres perderte.” Esta palabra, que ponía límites a la inmensidad de la divina misericordia, fué la que impidió al santo sacerdote subir, después de su muerte, al honor de los altares. Su causa de beatificación no ha podido ser introducida.

   Ciertamente los Padres de la Iglesia, y con ellos los mejores predicadores, han amenazado con frecuencia con la impenitencia final a los que rehúsan convertirse o que dejan la conversión para más tarde.

   Después de haber abusado tanto de la gracia divina, ¿podrán obtener más tarde los auxilios necesarios para la conversión? Es cosa muy de dudar.

“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”


Garrigou-Lagrange O.P.

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