jueves, 20 de octubre de 2016

AMIGO DE LOS ENCARCELADOS. (II Parte y final) de la vida de San José Cafasso. ¡¡¡Realmente una lectura imperdible!!! Se lo recomendamos con todo cariño a los sacerdotes



COMO LOS CONQUISTABA.

   Sabiendo que tenían necesidad de ayuda, los socorría de todos los modos posibles. Mientras estuvo bajo la dirección del teólogo Guala, usaba todas las industrias para obtener subsidios para los encarcelados. En tiempo de recreo, cuando los convictores estaban reunidos al rededor del rector, Don Cafasso hacía recaer ingeniosamente la conversación sobre aquellos infelices, diciendo éstas o semejantes palabras: “Hoy los visité a todos y no hay novedad; pero encontré a uno con un apetito formidable; otro tenía una ropa tan delgada que le castañeaban los dientes”. Los convictores reían sabrosamente, y Don Guala, que comprendía la antífona, le decía: —Haga lo que pueda—. Y así Don Cafasso obtenía socorros para sus detenidos. Elegido rector, pudo disponer más libremente de medios y fué aún más generoso para con sus amigos.

   Para hacérselos siempre más benévolos daba regalos muy frecuentes, no sólo a los detenidos, sino también a los guardias para que los tratasen bien. Dinero, tabaco, pan, vino, fruta y objetos de vestuario, todo lo ponía a su disposición. Cuando no podía ir personalmente a socorrer a los encarcelados, enviaba personas de confianza a consignar varios paquetes de monedas sobre los que estaban escritos los nombres de los destinatarios. El regalo más frecuente era el de tabaco. Cestas enteras llenas de paquetes de rapé, de miga para pipa y de cigarrillos salían del Convictorio.

   Yendo a las prisiones había observado que en todas hasta la altura de dos metros, faltaba en el muro el zócalo de cal, de modo que se veían los ladrillos. Como preguntase la razón, vino a saber que los presos, aguijoneados por el deseo de aspirar rapé, raspaban las paredes para aspirar el polvo extraído. Desde entonces tomó aún más empeño en aumentar sus ya generosas distribuciones de tabaco.

   Durante el año, sobre todo en las mayores solemnidades, solía dar a cada uno un pan blanco y un vaso de vino. Y era entusiasta la recepción que se le hacía en los dormitorios cuando se le veía aparecer con canastos bien llenos de pan y otras provisiones. Los cabecillas venían los primeros. Decían el número de compañeros y recibían el obsequio para distribuirlo a los demás. Después de la comunión pascual el Santo los ponía en fila y les repartía personalmente el sabroso pan blanco, diciendo: —Si por cualquier disgusto os atormenta la rabia, romped este pan; vengaos en él haciéndolo trizas. Una vez, después de haberles distribuido cerezas, varios se divertían lanzándole las pepas; él reía de corazón y a un prisionero que, indignado, los reprendía por responder con burla tan pesada a la generosidad de su benefactor, le dijo el Santo: —Déjalos, pobrecitos; no tienen otra diversión.

   Así surgió una amistad casi íntima entre el Santo y los encarcelados y de ella se sirvió grandemente Don Cafasso para instruirlos en las verdades de la fe y conducirlos por la vía de la salud. Siempre que iba a las prisiones solía dar alguna lección de catecismo, aún sin aparentar que enseñaba; con sus maneras atrayentes, se ganaba la atención de todos y les insinuaba alguna buena máxima. Un testigo ocular asegura: “En esta misión era sencillamente admirable. Su aspecto inocente y compasivo, su palabra franca, sencilla y siempre pronta, que parecía divinamente inspirada; todo su exterior revelaba la persuasión firme y profunda con que anunciaba las verdades eternas, y reducía los corazones más duros y obstinados, conduciéndolos a mejores sentimientos; de todo, aún del mal, sabía sacar provecho en favor de sus pobres desgraciados y parecía siempre inspirado por Dios. Cuántos pudieron conversar con él, cambiaron siempre favorablemente opiniones y sentimientos.”

   Cuando algunas veces le faltaba tiempo para ir a las cárceles, enviaba allá a enseñar el catecismo a sus convictores, los que, presentándose en nombre de Don Cafasso, eran acogidos con deferencia y cordialidad. Uno de éstos nos refiere: “Destinado por el Siervo de Dios para enseñar catecismo en las cárceles, no me atrevía a obedecerle. Mas él me sugirió: —Anda, no temas; diles que yo te mando, y te respetarán. Así lo hice y no tuve de qué arrepentirme. Llegado a la cárcel, pedí al carcelero permiso para entrar y enseñar el catecismo. — ¿Quién es usted?— me preguntó en tono severo. —Me envía Don Cafasso. — Si es él quien lo manda, siga. Tomó las llaves y me condujo a una sala en donde había por lo menos veinte detenidos adultos. A su vista sentí miedo; tanto más que todos me miraron extrañados. Tomando fuerzas de donde no tenía, les dije que Don Cafasso me había recomendado fuera a visitarlos. Todos me preguntaban: ¿Cómo está Don Cafasso? ¡Ah! todos aquí lo conocemos, es un gran caballero. Animado por tan simpática acogida, di comienzo a mi clase de catecismo, que continuó por espacio de media hora; cuando terminé, al verme partir, me dieron las gracias y me encargaron saludar a Don Cafasso, diciéndome que volviera pronto”.

   Al enseñar el catecismo evitaba y hacía evitar cuanto puede herir la susceptibilidad de los prisioneros. Sus máximas eran estas: Demostrarle un cariño muy grande, como si fueran todos cultísimas personas, no mentar la soga en casa del ahorcado; no preguntarles los motivos porque se encuentran en la cárcel jamás hacerles concebir sospechas de que uno quiere penetrar sus secretos; inculcarles mucha confianza en Dios y resignación a su divina voluntad; insistir en la oración, en los sacramentos y en sus benéficos efectos; protestar alta y públicamente que el sacerdote no tiene nada que ver con el fiscal y que son totalmente opuestas sus actividades. De este modo, a la instrucción catequística seguía la confesión, a la que se inducía fácilmente a aquellos desgraciados, cuya benevolencia se había cautivado Don Cafasso.


   Aunque entre aquellos delincuentes había algunos de mayor perfidia y obstinación, que llenos de odio contra Dios y la religión pronunciaban horrendas blasfemias y no querían oír por nada del mundo hablar de confesión, sin embargo, no resistían a las dulces violencias del Santo, y terminaban abriéndole enteramente la propia conciencia. Una vez, en una celda, dos infelices, tendidos sobre un jergón, se burlaban de él; Don Cafasso acercándose a uno de ellos logró ganárselo. Entonces el otro, casi disgustado de verse abandonado, le dijo: “¿Y no sabe qué hacer de mí? ¿No me quiere por amigo?” Ambos se prepararon para la confesión y la comunión. Las visitas se multiplicaron, y los dos leones se convirtieron en corderos. La casa de la blasfemia y del insulto, se convirtió en un albergue de hombres que comenzaron a experimentar el suave poder de la religión. Para obtener efectos tan consoladores, el Santo se sirvió hasta de un tal Arrepentido (así era llamado por los compañeros), quien para reparar los escándalos de sus pasados extravíos se dió sinceramente a las prácticas religiosas y obtuvo mucha autoridad entre sus compañeros, cuyos prejuicios disipaba, refutaba sus errores, y los preparaba muy hábilmente para la confesión.

   No puedo abstenerme de referir un hecho narrado por Don Bosco, que demuestra toda la industria de Don Cafasso para atraer a los detenidos al tribunal de la Penitencia. Es uno de esos medios que los escépticos y los hombres de poca fe podrán censurar, pero que, ejecutado por un hombre de Dios, merece nuestra admiración.

   Así escribía Don Bosco: “Para preparar a los presos a, celebrar una fiesta en honor de María Santísima, el Siervo de Dios había empleado toda una semana en instruir y animar a los detenidos de una sección compuesta de cerca de 45 de los más famosos criminales. Casi todos habían prometido confesarse la víspera de la solemnidad. Pero llegado el día, ninguno se resolvía a comenzar la santa empresa. El renovó la invitación, les recordó brevemente cuanto les había dicho en días anteriores, y la promesa que le habían hecho; pero ya fuera por respeto humano, ya por engaño del demonio u otro pretexto vano, ninguno se quería confesar. ¿Qué hacer entonces? La caridad industriosa de Don Cafasso lo sabrá. Se acercó sonriente a uno que parecía el más grande, fuerte y robusto de los presos; sin proferir palabra lo tomó de la larga y poblada barba. Al principio el detenido pensaba que Don Cafasso lo hacía por burla; por esto, con aire desenvuelto le dijo: —Tómeme como quiera, pero deje mi barba en paz. —No lo dejaré en paz hasta que no venga a confesarse. —No voy —Pues entonces no lo dejo ir. —Es que yo no quiero confesarme. —Sea lo que fuere de aquí no se me escapa; tiene que confesarse. —No estoy preparado. —Lo prepararé yo—, Ciertamente, si aquel hombre lo hubiera querido, una ligera sacudida habría bastado para soltarse de las manos de Don Cafasso; mas fuese por respeto a la persona, o por la gracia del Señor que obraba en él, se sometió humildemente y se dejó conducir por el Santo a un rincón. Sobre un jergón de paja se sentó el sacerdote tratando de preparar a su amigo para la confesión. ¿Más que ocurre? Este se muestra conmovido y con dificultad puede terminar, entre lágrimas y suspiros, la confesión de sus culpas. Entonces se vió una gran maravilla. El que poco antes con horribles blasfemias se negaba a confesarse, va ahora proclamando entre sus compañeros que nunca en su vida había sido más feliz. Y tanto dijo y tanto hizo que todos se acercaron contritos al sacramento de la Penitencia”.

   José Cafasso, amigo y confidente de los encarcelados, sofocaba en sus almas las tendencias al mal, los redimía del vicio y del delito, los reconciliaba con Dios, les devolvía la paz que habían perdido y hacía de ellos ciudadanos menos perjudiciales a la sociedad, si no lograba convertirlos en hombres probos y honrados. Los que al salir de la cárcel iban donde él, estaban seguros de encontrar ayuda para empezar una vida de trabajo y rectitud.


   La historia jamás podrá olvidar tal benemerencia religiosa y social.


“SAN JOSÉ CAFASSO”

Cardenal CARLOS SALOTTI

AÑO 1948

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