miércoles, 21 de septiembre de 2016

Las cuatro principales puertas del infierno (La blasfemia) ¿Cuál es tu puerta?




La blasfemia la segunda puerta del infierno.

   Hombres hay que en las adversidades no dirigen sus golpes contra sus semejantes, sino contra Dios: unos blasfeman de los santos; otros llegan a la audacia extrema de maldecir al mismo Dios. ¿Sabéis lo que es la blasfemia? Dice San Crisóstomo que no hay pecado mayor. Todos los demás pecados no se cometen, según San Bernardo, sino por debilidad; la blasfemia es originada de la malicia.

   Con razón, pues, San Bernardo llama diabólico el pecado de blasfemia, porque el blasfemador ataca a Dios y a sus santos. Es peor que los crucificadores de Jesucristo: aquellos desdichados no le reconocían por Dios, mientras que los blasfemos, sabiendo que lo es, van a insultarle cara a cara. Peores son que los perros, pues estos animales no muerden al amo que los mantiene; los blasfemadores, al contrario, insultan a Dios en el momento mismo que les colma de beneficios. ¿Qué pena, pues, será suficiente para castigar un crimen tan horrible, dice San Agustín? Así, no debe admirarnos que, en tanto que exista este pecado, no cesen de afligirnos las calamidades, dice el Papa Julio III en la Bula XXIII.

   Léese en el prefacio de la Pragmática Sanción en Francia, que, cuando el rey Roberto rogaba por la paz del reino, le aseguró el Crucificado que no la tendría hasta que de él hubiese desterrado la blasfemia. El Señor en la Santa Escritura amenaza destruir el país en donde reina este vicio detestable. (Is., I, 4.)

   Si se siguiera el consejo de San Juan Crisóstomo, sería menester despedazar la boca de los blasfemos. San Luis Rey de Francia, mandó que se marcasen con un hierro encendido los labios del blasfemo.
   Un gentilhombre incurrió en este castigo; intercedióse inútilmente por él. San Luis fué inflexible; y a los que le acusaban de crueldad les contestaba que prefería dejarse quemar él mismo los labios antes que sufrir en su reino una tan enorme injuria contra Dios.

   Dime, pues, tú, blasfemo: ¿de qué país eres? Ya te lo diré yo primero: tú eres del Infierno. En la casa de Caifas conocieron que San Pedro era del país de Galilea; su lenguaje lo probaba. El tuyo ¿no es el de los condenados? (Apoc, XVI, 11.)

   Mas explícate: ¿qué pretendes conseguir con tus blasfemias? ¿Honor? — No, pues el que blasfema es aborrecido de todo cuanto hay de honrado sobre la tierra. — ¿Acaso bienes temporales?— No; este funesto vicio es a menudo castigado con maldiciones temporales. (Prov., XIV, 34.) — ¿Placer?—No: ¿qué placer puede sentir el blasfemo? La blasfemia es un gusto de condenado, y, desde que pasa el furor, los remordimientos se dejan percibir en el fondo del corazón. ¿Para qué insultar al Señor? ¿Para qué ultrajar los santos? ¿Qué mal os han hecho? ¡Os ayudan, ruegan a Dios por vosotros, y vosotros los maldecís! Dejad ahora mismo y a toda costa este vicio detestable. Si ahora no os corregís, le conservaréis hasta la muerte, como ha sucedido con tantos desdichados que han muerto con la blasfemia en los labios.

   Mas ¿qué debo hacer, Padre mío, cuando la pasión me transporta? ¡Gran Dios! ¿No hay otras expresiones? ¿No se puede decir: Virgen Santísima, ayudadme, alcanzadme paciencia? Cesará el rapto de la cólera, y os conservaréis en la gracia de Dios. Si blasfemáis, os veréis más afligido acá en la Tierra y castigado por toda la eternidad.



San Alfonso María de Ligorio.

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