lunes, 26 de septiembre de 2016

La masonería que niega el infierno es una prueba de su existencia. (Lectura imprescindible)



   El último y principal de los intentos masónicos: la destrucción radical de todo el orden religioso y civil establecido por el cristianismo”. (León XIII, “Humanum Genus”, 1884)

   Leyendo la Encíclica de León XIII “Humanum Genus” sobre la Masonería (abril de 1884) y las obras más serenas y objetivas escritas sobre la materia (obras resumidas en el artículo Francmasonería del Diccionario Teológico Católico), se ve cuál es el fin secreto y auténtico de la misma. Desde que la malicia del demonio dividió el mundo en dos campos: dice, en resumen, León XIII, la verdad tiene sus defensores, pero también sus implacables adversarios. Son las dos ciudades opuestas de que habla San Agustín: la de Dios, representada por la Iglesia de Cristo con su doctrina de eterna salvación, y la de Satanás, con su perpetua rebelión contra la enseñanza revelada. La lucha entre ambos ejércitos es perenne, y desde el fin del siglo XVII, fecha del nacimiento de la mentada asociación, que ha reunido fundido en una todas las sociedades secretas, las sectas masónicas han organizado una guerra de exterminio contra Dios y su Iglesia. Su finalidad es descristianizar la vida individual, familiar, social, internacional, y para ello todos sus miembros se consideran hermanos en toda la faz de la tierra; constituyen otra iglesia, una asociación internacional y secreta.



   “El género humano, después de apartarse miserablemente de Dios, creador y dador de los bienes celestiales, por envidia del demonio, quedó dividido en dos campos contrarios, de los cuales el uno combate sin descanso por la verdad y la virtud, y el otro lucha por todo cuanto es contrario a la virtud y a la verdad. El primer campo es el reino de Dios en la tierra, es decir, la Iglesia verdadera de Jesucristo. Los que quieren adherirse a ésta de corazón como conviene para su salvación, necesitan entregarse al servicio de Dios y de su unigénito Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad. El otro campo es el reino de Satanás. Bajo su jurisdicción y poder se encuentran todos lo que, siguiendo los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros primeros padres, se niegan a obedecer a la ley divina y eterna y emprenden multitud de obras prescindiendo de Dios o combatiendo contra Dios. Con aguda visión ha descrito Agustín estos dos reinos como dos ciudades de contrarias leyes y deseos, y con sutil brevedad ha compendiado la causa eficiente de una y otra en estas palabras: “Dos amores edificaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios edificó la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad celestial”. Durante todos los siglos han estado luchando entre sí con diversas armas y múltiples tácticas, aunque no siempre con el mismo ímpetu y ardor”. (Humanum Genus, 1884).

   León XIII, hacia el fin de su Encíclica, revela el modo como estas sectas clandestinas se insinúan en el corazón de los príncipes, ganándose su confianza con el falso pretexto de proteger su autoridad contra el despotismo de la Iglesia; en realidad, con el fin de enterarse de todo, como lo prueba la experiencia; ya que después ––añade el Papa–– estos hombres astutos lisonjean a las masas haciendo brillar ante sus ojos una prosperidad de que, según dicen, los Príncipes y la Iglesia son los únicos pero irreductibles enemigos. En resumen: precipitan las naciones en el abismo de todos los males, en las agitaciones de la revolución y en la ruina universal, de que no sacan provecho más que los más astutos.

   Este objetivo real de la descristianización se enmascaraba antes con otro que sólo era aparente. La secta se presentó al mundo como sociedad filantrópica y filosófica. Más, logrados algunos triunfos, arrojó la máscara. Se gloría de todas las revoluciones sociales que han sacudido a Europa, y especialmente de la francesa; de todas las leyes contra el clero y las Órdenes religiosas; de la laicización de las escuelas, del alejamiento del Crucifijo de los hospitales y de los tribunales, de la ley del divorcio, de todo cuanto descristianiza la familia y debilita la autoridad del padre, para sustituirla por un Gobierno ateo. Practica el adagio: dividir para vencer: separar de la Iglesia los reyes y los Estados; debilitar los Estados, separándolos unos de otros para mejor dominarlos con un oculto poder internacional; preparar conflictos de clase separando a los propietarios de los obreros; debilitar y destruir el amor a la patria; en la familia separar el esposo de la esposa, haciendo legal el divorcio, y más fácil cada vez; separar, en fin, a los hijos de sus progenitores para hacer de ellos la presa de las escuelas llamadas neutras, en realidad impías, y del Estado ateo.

   La Masonería pretende también, contribuir al progreso de la civilización rechazando toda revelación divina, toda autoridad religiosa: los misterios y los milagros deben ser desterrados del programa científico. El pecado original, los Sacramentos, la gracia, la oración, los deberes para con Dios son absolutamente rechazados, igual que toda distinción entre el bien y el mal. El bien se reduce a lo útil, toda obligación moral desaparece, las sanciones del más allá ya no existen. La autoridad no viene de Dios, sino del pueblo soberano.

   Reina en la Masonería particular odio contra Cristo. La blasfemia y la imprecación se reservan de modo especial para su Santo Nombre; se intenta, en fin, robar Hostias consagradas para profanarlas del modo más ultrajante. La apostasía es de rigor en sus miembros cuando son recibidos en los grados superiores. A los ojos de los iniciados, lo mismo a los de los judíos empedernidos, la condenación de Jesús, pronunciada por la autoridad judicial, está perfectamente justificada, y la crucifixión fué perfectamente legítima. La Iglesia Católica, es, pues, combatida como la enemiga. Por fin, la noción de Dios, anteriormente tolerada, es suprimida del vocabulario masónico.



   La perversidad satánica de la Masonería se revela, en fin, en el mismo misterio con que vela y protege sus propios designios. Sus más importantes proyectos, discutidos en reuniones secretas, son cuidadosamente sustraídos al conocimiento de los profanos y hasta de muchos afiliados de los grados menos elevados. En cuanto a los iniciados, cuando son llamados a los grados más elevados, juran no revelar nunca los secretos de la Sociedad; y los que se proclaman defensores de la libertad, se entregan por completo a sí mismos a un poder oculto que desconocen y  del que, probablemente, desconocerán siempre los proyectos más secretos. El hurto, la supresión de los documentos más importantes, el sacrilegio, el asesinato, la violación de todas las leyes divinas y humanas podrían serles impuestos: bajo pena de muerte deberían ejecutar tan abominables órdenes.

   El árbol se juzga por sus frutos. La raíz de este árbol deforme es el odio a Dios, a Cristo Redentor y a su Iglesia. Es, pues, una obra satánica, que demuestra a su modo que el Infierno existe, el Infierno que la secta pretende negar.

   No hay que maravillarse, por tanto, de que la Iglesia haya condenado muchas veces la Francmasonería, bajo Clemente XII, Benedicto XIV, León XII, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII (Cfr. Denz., 1967, 1718, 1859 y sigs.) El Santo Oficio, en su Circular de febrero de 1871 al Episcopado, llega a imponer la obligación de denunciar a los corifeos y las cabezas ocultas de estas peligrosas sociedades: el hijo no está dispensado a denunciar al padre, y el padre al hijo. El esposo debe obrar igualmente respecto a la esposa, el hermano con relación a su hermana. El bien universal de la sociedad exige este rigor. El motivo de esta decisión del Santo Oficio se funda en las supercherías a que recurren las logias, ocultándose bajo nombres ficticios.

   La Masonería, primera en negar el Infierno, es, por consiguiente, la prueba, con la propia perversidad satánica, de su existencia. Esto se revela ante todo en las profanaciones de la Eucaristía: ésas son manifiestamente inspiradas por el demonio y suponen, por tanto, su fe en la presencia real. Esta fe del demonio, como explica Santo Tomás (II, II, q. 5, a. 2), no es la fe infusa y saludable con la humilde sumisión del espíritu a la autoridad de Dios revelador; es una fe adquirida que únicamente se funda en la evidencia de los milagros, porque el demonio sabe bien que son verdaderos milagros, completamente distintos de los engaños de que él es autor. Estas horribles profanaciones de Hostias consagradas son, pues, a su manera, una prueba sensible de la protervia satánica y, por consiguiente, del Infierno al que está condenado Satanás. De ese modo el mismo demonio confirma el testimonio de las Santas Escrituras y de la Tradición que él quisiera negar.

  Por lo demás, de cuando en cuando, como en la guerra última, aparece en la vida pública de los pueblos un odio espantoso; se diría que el Infierno se abre a nuestros pies. Esto confirma la Revelación: los delitos de los que no se hace penitencia tendrán una pena eterna.



REGINALD GARRIGOU-LAGRANGE, O. P.

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